miércoles, 11 de abril de 2018

Frankenstein - Mary Shelley

Entré en clase inseguro, con ganas de salir corriendo y muy nervioso. A pesar de ello crucé el umbral de la puerta y me dirigí a mi sitio. Noté la mirada de 30 personas posadas en mí, se me clavaban como cuchillos. Quemaban. Empezaron los comentarios y las risas ahogadas. El profesor, me observaba incredulo. Abrió la veda.

-Señorita, ¿se puede saber qué hace?

Clavé mi vista en mis manos. Hice como si no fuese conmigo.

-Señorita, míreme.

Al ver que seguía sin darme por aludido, se tomó la libertad de venir hasta donde estaba sentado y levantarme el mismo la cabeza.

-¿Qué se cree que está haciendo?

Le mire con los ojos llenos de rabia e intenté bajar la cabeza, pero no me dejó.

-Señorita, en este centro hay normas que deben respetarse, y una de ellas que el uniforme de las niñas es una falda, la cual no lleva. ¿Y se puede saber que se ha hecho en el pelo? No creo que su padre esté conforme con nada de esto, así no tendré más remedio que llamarlo. Acompáñeme a dirección.

No respondí ni me levanté, el mismo se encargó de agarrarme del pelo y llevarme a dirección.

Mientras esperaba sentado en una silla delante de la puerta del despacho del director, me fue invadiendo una sensación de culpabilidad y tristeza. Si no me sintiese así, todo sería mucho más fácil. Si fuese una niña o un niño normal, si no hubiese nacido en el cuerpo equivocado, o con la mente errónea. Si fuese capaz de ponerme una falda sin sentirme disfrazado.
Quizá la culpa es mía, quizá debería aceptar lo que soy, una niña. Quizá debería irme a casa y volver a ponerme una falda, dejarme crecer el pelo de nuevo y volver a referirme a mí mismo con mi nombre. Quizá debería dejar de ser Lucas y volver a ser Cris.

Un ruido me sacó de mis pensamientos y antes de poder identificar de dónde había venido el estruendo noté cómo una mano impactaba contra mi mejilla tirándome de la silla. Miré hacia arriba desde el suelo y vi a mi padre. Me cogió del brazo y me volvió a levantar.

-¿Ya estás otra vez con la tontería? Cristina, deja de hacer el imbécil y empieza a comportarte como una señorita. Ya no tienes cinco años.
-No puedo, no quiero.
-¿Qué dices?
-No puedo comportarme como una señorita porque no lo soy.

Mi padre volvió a pegarme y acto seguido me arrastró hasta su coche, abrió la puerta y me empujó dentro.
No iba a volver a ser Cris. No soy Cris. Soy Lucas. Y nadie va a impedirlo.

Cuando llegamos a casa, bajé del coche y empecé a caminar hacia la puerta.

-Quiero que subas y te cambies inmediatamente ese pantalón por la falda del colegio. ¿Me oyes?

No me giré. Seguí caminando y cerré de un golpe tras de mí.
Subí a mi habitación, me cambié el uniforme por un chándal y me tiré en mi cama.
Al cabo de un rato, mi padre apareció por la puerta con unas tijeras en la mano.
-¿Qué te he dicho que hicieras?
Me levanté asustado y me quedé de pie, justo delante de él. Inmóvil.
El me apartó, dejando las tijeras encima de la cómoda y empezó a buscar los pantalones de la discordia. Cuando los encontró, los cogió y alargó la mano hacia las tijeras. Iba a destrozarlos. Instintivamente cogí las tijeras para intentar evitar que pudiese hacerse con ellas.

-Cristina, dame las tijeras.
-No.
-Cristina, es una orden, no una sugerencia.
-No te las voy a dar.
-Sí me las vas a dar.
Se echó encima de mí para intentar quitare las tijeras de las manos, pero antes de que fuese capaz de hacerlo, se las clavé en el estómago.
Fue un reflejo, un movimiento involuntario para defenderme, pero lo hice.
Observe cómo caía de rodillas mientras se llevaba las manos a la herida. La sangre salía a borbotones tiñendo de rojo toda su camisa y el suelo. Clavé mi mirada en sus ojos, en ellos solo encontré rabia e ira. No había tristeza, no había decepción, no había arrepentimiento.

Pero en los míos estoy seguro, que tampoco había nada de eso. Estoy seguro, de que solo había alivio, porque eso era lo único que invadía mi pecho en ese momento.

Alivio. Paz.

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